martes, 12 de enero de 2010

Muestra escogida de PIEDRA NEGRA

I.- PLAZOS DE EMERGENCIA


SECRETO A VOCES


En aquel tiempo yo era viejo todavía.
Era esa edad en que la vida no avanza
y fogones en la noche
eran el rastro de mi encuentro.
Viví sólo después de ser herido.
Una carta
atravesó el invierno por olas de arena
y sin saber si frente a la verdad
o frente a lo de siempre
vi a unos hombres bajar de la montaña
-pero eran ángeles arrepentidos-
y los seguí hasta bautizarme en su locura,
hasta tener una madre fruto de mi asombro
y una voz de madera otorgada por la noche.

Me dormí la eternidad
y desperté al día siguiente
y era mi sueño una vertiente de semillas
devueltas por la tierra.




TIEMPO DE ESCASEZ



Desperté buscando nombre a un sueño
que no pude recordar
del que sólo conservé un pájaro tatuado
en el pecho.
Después vi a muchos más con esta marca
hablando en tardes ensanchadas por la soledumbre
de la cesura que cruje en el amor de los mares
y cadalsos que llegan en un amanecer con carabelas.
Yo esperaba
el regreso de una aguja en los pajares
escribiendo en el polvo
con un fémur de rey
aún tibio
una y otra ciudad sobre la palabra muerte
goteando en otro idioma.
Ciudad sangre, entonces, me parece oír
y es mi propia voz que repite en lontananza
la destemplanza atroz, el cansancio de los meses,
las fases de la noche en cada luna
y me parece estar solo
y reconozco a millones
y cuando creo ver millones
estoy
completamente
solo.



HECHOS Y NO PALABRAS

I

Ha pasado más tiempo
del que cabía en los minutos
y tener soles de razas distintas
fue posible sin perder el esqueleto.
Furia que en reposo ya era ruina.
Sombras sin cuerpo a quien poner la ropa.
Un oscuro monte me refleja
y como no podemos derrotarnos
nos dormimos uno sobre el otro.


I I

Nunca amé el álgebra ni el fútbol.
Mi historia era un alimento negro
en el fondo de un plato inmaculado.
Cerca mío se mataban de amor
hasta dejarse vírgenes del todo.
Mil dioses me trajeron mil demonios:
la gota de hoy sobre la vieja gota.
Una esperanza puede ser de piedra -me decían-
lo importante es que sea imposible.


I I I

Cumplíamos entre todos
el tiempo necesario
para tener edad
y antes que la piel fuera un abismo
separamos sus poros en un sueño hacia la orilla.
Entonces nos dieron la noticia:
el último vivo de nosotros
llevaba varios siglos enterrado.


I V

Nos hablaban de huir sin los cuerpos,
dejar todo
y nuestras vidas fueron más vivas que nunca
cuando miramos la casa del origen
convertida en un frágil deseo.
V


Tengo un pájaro en el puño
y estoy dispuesto a matarlo con tal
de no perder ni una de sus plumas
y para no matarlo lo libero y lo esclavizo
y para no perderlo lo esclavizo
y lo libero.


VI

Compruebas que sólo permanece
el precio de vivir
y no la vida. Compruebas
que un día estará de un lado el destino
y del otro el hombre que lo cumple, pero hoy
ocupamos el asiento peligroso,
el único que mantiene el alma en su sitio.




EL PACTO


Queríamos ser fruto de un milagro.

Un día construimos un país de papel.
Sobraba espacio para dolores de juguete
y refugios para colores caídos del arco.
Después, esa noche que no sería nuestra, hallamos
papeles picados en el suelo, salas de luz
donde venía el obrero con la otra,
donde amor era todos y ninguno.

Entonces sí tuvimos miedo:
esto es un juego –dijimos. Luego
el primero en perderse
hacía desaparecer al otro.






(1989)







MARTIANO

a Cristián Gómez



Deslucido, nadando entre dos luces.
Sin nombre de apóstol, sin nombre de poeta,
sin más cantiga que una cuerda rota en la garganta;
para el hombre que, benigno, es doblemente hombre,
convierto el oro en carbón y me hago orfebre de lo negro,
aplaco las fieras después de aplacado,
ni tan libres ni sencillos versos sino propios,
no temo yo ni curo en ciudad o en montaña
aunque el viento persiste en empujarme a las orillas.



BAGUALA PARA HÉCTOR CHAVERO (1900)




1.- La salud del árbol que no llegó.
El grito donde viven millones.
Un hombre crucificado sobre su espalda
aguardando vida como por sentencia.

2.- Yo di pasos sobre un hombre. Di camino
y le prometí morir, pero era yo mismo
hablando en mi contra, lejos
de la traición de nuestra magia.
Esta baguala fue escrita por nadie
-legiones circunspectas-
para mí, un hombre nacido tan viejo
como el dolor que debe curarle.
(Un hombre no es tal
hasta que la rabia lo practica)
Pero el silencio huye de los hombres. Yo lo vi
cuando no era silencio todavía
y preparaba su juventud en voces muertas.
Es curioso. Esta baguala fue dictada
el año mil novecientos, un día
cuyo amor no haré dos veces
y que, sin embargo, aún no cierro.
Después de haberla destruido
un joven poeta la rehace.

3.- En adelante yo viviré
o nadie habrá nacido






II.- MURMULLO FRENTE A SILLAS VACÍAS (fragmentos)


Primer marco


5 (La palabra toma mi lugar...)


La palabra toma mi lugar
y mi piel se vuelve el envoltorio de un extraño.
Tres veces hoy se interrumpió la luz
haciendo más larga la mancha de agua en los ladrillos,
más profundo el vaso antes de estrellarlo,
más distantes los extremos del cuerpo.
Atraso mi rastro disperso en los minutos
y mi rostro contra un espejo rayado en el azogue.
A primera hora la voz me esclaviza,
me especializa en cuestiones que por odiar, comprendo.
Revuelvo el fondo de una taza vacía
pero el vacío se traga sin disolver,
a grandes sorbos.



6 (Temprano dejé de ser...)


Temprano dejé de ser hermoso
y la escala de mi voz perdí temprano.
El sueño de la paz fue mi letargo
y la muerte a todo dio remedio,
el sueño de vivir se fue temprano.
Amor después. Su país sepia
quedó sin habitantes. El mensaje
escrito por dos se fue borrando. El golpe
del sereno bajo el velo de la luz
puso más alto al cielo. Huí
en dirección opuesta.
La canción del mundo fue el declive
de un muro, mis edades fueron cifra
de un reino sin mapa. El ángel de la piel
voló temprano y el sueño del placer partió
con una máscara de besos desdentados.
El color cambió de parpadeo.
La furiosa colmena de cemento
antepuso su becerro a mi becerro.
Temprano
fui el más viejo de mi tribu
con un cuaderno de hojas mustias por escudo
en el desfile de andrajos.





13 (Cargué el cadáver...)


Cargué el cadáver
durante el crecimiento.
Por eriales y espesuras,
bajo golpe de soles
y torrentes sin clemencia.
Durante acopio de cifras lo cargué,
en mudanza de cuerpos;
con anhelos provisorios
que duraron años;
bajo luna y rayo, decrepitud y ultraje,
resignaciones ciegas
de espaldas al mal fuego.
Cargué el cadáver
sin mirarlo, aturdido
de estar alerta noche y día, arrastrarlo
como quien vuelve de la eternidad
conservando una cadena y un madero.

Y se dejó caer
por la ladera.
Me aferré a sus pies, le retuve con los dientes.
Me pidió continuar solo
y supe de su peso
y supe la distancia
entre el vuelo de la albura
y el hielo de la espera.
Se dejó caer, colgar
desde un segundo.
Despedí sus ojos, despedí sus manos.
Perdí el camino y la noción
de los astros. Demasiadas señales
me cambiaron nombre, demasiadas voces
me endurecieron los sentidos.
Quise escribir entonces
la total propiedad de la sangre,
la estricta pertenencia del silencio
y recordé aquellos ojos cayendo al vacío,
hundiéndose hasta perder su escapatoria.

Sólo así me sentí con el deber
de no tener que resistirlo todo.



Segundo marco


1 (Me han dado un mapa...)


Me han dado un mapa
sin retorno. Su ave me devuelve
sed de reformas en la tumba,
una moneda de tres caras,
un camino que se muerde la cola.
Luz es la nueva melodía
de cada resistencia.

Me han dado un recuerdo
que no podré tener.

Retiro las redes
y recupero los miembros de mi cuerpo.
No sé si es sombra, culpa
o muerte. Carezco de iniciativa
para, de nada, ser víctima de algo.

Siembro piedras para no dormir
mientras se tuerce los dedos el ángel bajo su mortaja.
No espero a nadie en la glorieta
donde palomas de rapiña pican una estatua
y yo refracto en el agua la edad de mi anillo,
blanqueando pupilas, rielando
un reflejo sin raíz en la cordura.



Tercer marco


11 (Postal de verano)


Ayer no lo sabía
pero ayer es otro. Ni el río ni el cuerpo
podrían resistir -Heráclito solloza- el enjambre de moscas
que, como yo, suplican masacre;
las canciones de ruta que suplantan cualquier idea propia,
los nombres tarjados que libera la siesta
como un rumor de sexo cruel sobre piedras ardientes.

No hay cansancio: fue consumido todo
por los soles del mundo, no hay sueño,
fue envuelto en telarañas y polvo
del que a veces escapa una mano viciosa
para acariciar una copa vacía,
para palpar a tientas una foto salvada de las llamas,
una carta, un cuchillo fuera de peligro.

No hay rabia: fue agotada por cabellos de seca caída
sobre heridas sin piel donde instalarse.
Uno abre un cajón y encuentra un órgano,
descorre la sábana y encuentra un órgano,
libera una camisa del arcón gentilicio
y descubre un órgano cortado y sin raíz de tiempo
porque debe advertirse que la llamada realidad
es apenas un modo de ejercitar el tono
sin hablar de la locura, la vergüenza, dos maneras
de mantenerse despierto, sin apuro.

No hay amigos. Elegí los mejores:
siempre están lejos.

Afuera los incendios envuelven la ciudad,
signo de lo que puede hacer la tierra
en su afán de exterminio. Tras el humo
un sol rojizo se debate entre el sueño y la vigilia.
El ulular de las sirenas
mantiene al rebaño compacto, taladra en la sien
como un cincel a una estatua demasiado rebelde.
Adentro el ruido es un paño sobre la frente,
una función de pelos y señales
para ciegos, una mortaja
de la que a veces escapa una mandíbula,
un falo vengativo, una utopía lisiada
intentando inspirar lástima.
Es época de apareamiento de la especie humana.
Así los cachorros que nunca nacerán
podrán celebrar su no cumpleaños en septiembre.
Un día de verano como este fui concebido entonces
confirmando en el sopor la ley de la manada.

No hay palabras. Algunas líneas se escriben
con la muerte de las imágenes,
carroña del pensamiento.

Ayer no hacía falta. Hoy lo sé:
las ideas son reses camino al matadero
de las que sólo persiste el mugido de agonía.




12 (Con música de fado)



Busco una noble ciudad
para un suicidio elegante.
Una ciudad con mar, yo que no necesito del mar
si al fin y al cabo tampoco necesito de la muerte.
Una ciudad con flores que alguien roba
para quitarse de la piel un mal deseo.
Busco en la oscuridad
donde sólo una vez es posible la dicha.
-La oscuridad es la madre de todas las puertas
y no tiene víctimas, sólo tiene pasajeros.
Busco en el silencio menos transitado.
-El silencio tiene brechas sembradas de cruces
y crea a Dios, para de él tener lamentos.

Hay un niño de cuatro rostros
que como yo, ama las guitarras de latido convulso
y el olor de alma que da la medianoche.
Él debe saberlo. Su nombre
trae idiomas de canción agonizante
y calles donde se nace envejecido.

Un suicidio elegante
requiere de un buen río
dice el niño contemplando el Tajo
donde todas las aves son la misma.
Un niño de ceguera blanca en el flujo de semillas,
un niño de ave rota en la voz de los acechos.
Él debe saberlo. Su rostro tiene huellas
de un sol arrepentido, de un mar con cicatrices
y besos de sal
en muelles donde todas las canciones son la misma.

Un suicidio elegante requiere de un puente,
dice el cronista de los poetas pobres
presenciando un suicidio desde su terraza.
Anda, pues, y busca esa ciudad.
Que nada te detenga de averiguar si existe.



III.- REINOS DE LA LLUVIA


III (La baraja enmudece...)


La baraja enmudece.
La santa retira utensilios
donde ha puesto todas sus edades.
Se brinda por el muerto,
por el hijo,
se brinda por buen sexo,
por pan y poesía
pero no se sabe quién
perderá la cabeza
antes del amanecer,
o si alguno
conoce que aquí
se ha dictado una sentencia.



VII (¿Seguirá lloviendo...)



¿Seguirá lloviendo
ayer?

Tan largo, niña, largo
ha sido
el día
que has vuelto a nacer
de la misma tierra, sin ella.
El tiempo se nos pega a la piel.
Es el barro dejado por la crecida de una calle
que arrastra en su cauce a la criatura
destinada a arrojarle sal al fuego.

Temo no atrapar
lo que depende únicamente de mis ojos
para poder definirse en la espesura.
Viviré en lo blanco de la muerte
pero a la hora del canto veré a otros
llovidos por la misma resina.

Te guardo, niña, en una palma abierta
y tras luna nos iguala el aguacero
por bosques deshojados,
villorrios de hojalata,
libertad de ortigales,
hija,
lamidos
por el pabilo que cubre los campos,
hilados por una soledad
anterior a la piedra.

Viene el viento
y el descenso de las hojas
nos atraviesa el dedo índice en los labios.




IV.- OSARIO


1


Hoy es no. No me gusta el viento blanco
pero cerré los puños a cielo descubierto
y vi doblarse la melena de cardos en respuesta.
La rosa fue eterna hasta la noche.
A modo de estrella la corté por la base
y busqué la Cruz del Sur para seguirla deshojando.
Concurrió por vigilia el testigo
con el puñal marcando filo de dos caras.
Con ellas se pinchó en el dedo medio
y aullaron perros por otras razones.
Entonces vibró el último laúd
pero el cebo del lente impidió escurrir al ojo
que no era de nadie bajo la campana
sino un tañido lento de polvo en los cristales.
Allí concluí mi abrazo en el espejo
y con la misma piedad bebí mi simiente.

Vengo a ponerme en lugar del ángel mudo.

La sal del día me cae en las pupilas
y no puedo cubrirlas sin herir al mundo.



5


Absuelto en la edad
y no en el tiempo:
pero el monte a mi edad era un abismo
y pericia en amor
es tocar fondo.


V.- RESPONSO



AVE DEL AGÜERO



Salvo la lluvia
lo que suena acá es madera hueca,
árbol seco que desfonda la noche
con un golpe de cristal, con una estrella menos
al centro de los ojos. Lo que se oye
es el grito del lobo azul buscando su ave,
su plumaje de agua, su canción
de agonía lenta y redonda
vaciada en penumbras.
Lo que suena acá es ese gruñido
sin pasos sobre el matorral, sin sombra
en el acecho de la sangre que tiñe las piedras,
la baba del lobo que divide el cuerpo
en una edad de promesas y una edad de desengaño.
Lo que suena es Ludwing entre las flores venenosas
del viento, la sonata de aguja gris
en la piel rescatada del fuego, la flauta
de costilla destemplada,
el capullo de llave perdida en la profanación del invierno,
la luna de escarcha perforada
por niños demasiado vivos para comprender
el destino del ave que transita por un espejo roto
sin seguir la señal, sin responder al llamado
de un perdido que no habrá de entrar a casa
con el mismo rostro del día de partida.





OUROBOROS FUGIENS


“...sus colores aumentan con su muerte...”

Lambsprinck, "Lapide Philosophico Libellus" (1599), sexta figura.

"Aquel debería ser domado mediante hierro, hambre, cárcel,
mientras se devore y se evacue, se mate y se vuelva a parir."

Michael Maier. “La Fuga de Atalanta” (1618), epigrama XIV.



Hijo, tuve una visión
que apenas sostengo entre mis ojos.

No escuché la Misa de Réquiem
por temor a que la lluvia se detuviera.
Pero he soñado
y aquellos que van conmigo
no volverán a ser libres.

Créeme, hijo, la materia se reduce al monocordio
y el fuego
al caudal que toca y se retira
en piedra, en sangre, en rosa,
en muerte umbría que fecunda al huerto.
Y porque el fuego es la vida de la piedra
hemos, he tenido la paz: florecen cruces
tras la visita del cuervo que agita alas en el barro
y se posa sobre un cráneo en el oro.

Ay, hijo, se cierne tormenta sobre la urna.
He podido ser yo bajo esa losa
concluyendo y comenzando
una vez y otra el baile de luces.
Se cierra el día sobre el cuerpo.
Ya no lo veremos sino hasta entrar en él
rompiéndonos las uñas en el metal hirviente.

He tenido una visión, hijo, perdona mi estado,
mi trazo débil bajo la llovizna, mi beso sin aliento:
el ouroboros es llave que hiere la noche
y aquel que le ve ya no cabe en su lecho
y en vano girará por desatarse de visiones.

Corre entonces, hijo, ve tras ese heraldo
y que en tu fuga jamás te den alcance.






VI.- AMAPOLAS Y ESPIGAS
(Fragmentos)




el cuervo que vuela en agosto
muda su plumaje dentro de un roble hueco
y este plumaje se le cae cuando come serpientes
y la cabeza se le pone roja como una amapola

Turba Philosophorum. Anónimo

Pasé una noche a ti pegado como a un árbol de vida
porque eras suave como el peligro,
como el peligro de vivir de nuevo.

L.M. Panero




NO EXISTE LA BELLEZA
PERO A VECES MUERE.
Busqué el mar
oteando
con medio cuerpo
afuera de mi imagen.
Una carta enmudeció
al secarse después de cruzar una tormenta
y salí de la ciudad en blanco
huyendo del cielo
reflejado en las arenas vacías.
Aguardé.
cayó el cuarzo de la madrugada
como un castigo.


(***)

AMANECE
SÓLO CUANDO SE DESHACEN
LAS ALAS DE LA POLILLA NEGRA.
Anochece
cuando cáliz y corola
se desfloran
ajados en su ritmo,
como la luz en un recuerdo lento.
la muerte envuelve con explicaciones,
seduce uñas matinales,
guiña botones en un ramo,
repleta los bolsillos
con el color estéril de la espera,
templa falsetes en el oído
nunca satisfecho de engañarse.
el cementerio se extendió
hasta el huerto.
El patio de juegos
conduce a días
que querrán ser corregidos
y llegará el alba
cuando una cruz esté vacía
bajo estrellas negras,
hartas de guardar secretos.


(***)


HAY DOS QUE HURGAN SU DESNUDO
Y ES EL MISMO LUGAR Y EL MISMO CUERPO
EN QUE UN SUEÑO HERIDO
ERA UNA PIEDRA VIVA.
La edad se extendió por raíces,
nubes de floración
sangrante en el umbrío
mientras una canción
se abrió contra rompientes
y nadie pudo clavar el retrato verdadero.
Ellos ahí, cabello de ida,
lecho sucio de manos y domingo.
El canto del gallo
es el eco entre semillas
y nada más tendrá orden ni sentido
porque el eco también es varón
mojado por la tumba.
Hay dos desnudos.
Los amigos han muerto,
las madres han muerto
y los hermanos envejecen.
En una grada del pueblo,
de pared en pared
la voz se despide,
flor que sólo el viento recuerda
pero hay dos desnudos allí
sin salir uno de adentro del otro.
Saben que no pueden detenerse
y no se ven.


(***)

LA VIUDEZ DE MIS PALABRAS
SON ESTAS IMÁGENES CAUTIVAS.
Se extinguirá el pezón de sol
que enrojece lamido por las olas,
se cerrarán poros en las manos
que dan nalgadas a la arena.
La piedra matará a la piedra
y la gota a la gota
pero cuando oigan el canto del adiós
será siempre tarde.
(***)


Y MAREAS BAJAS MECEN LA SERPIENTE.
El sonido de su cabeza
al mecerse
es un pre-sentimiento
el siseo de los campos
cubiertos de amapola
como la palabra muerte
del Ave y del Pez
tirada al voleo en el camino.
El fuelle de otro Dios
busca su aliento,
deshoja las cápsulas de opio
silbando un réquiem
que es peligroso oír en vigilia.
Tendido en la llanura
como un fuego aplastado por su luz

(***)

EL VINO DEL ÉXTASIS SE BEBE ENTRE DOS.
Su vasija contiene la medida del rostro
que contempla el horizonte
surcado al fin surcado
de aves nuevas.
Porque no existe la belleza
pero a veces muere.
Mira cómo se tiñe
rojo
el mar
cuando se hiere
el sol adentro.




VII.- PALABRA EMPEÑADA



DOS PASOS ADELANTE, UNO ATRÁS


I

De luto en luto aprendo el nombre
de la flor que se cierra en la garganta.
De romería en romería aprendo a marcar
el paso doble de las estaciones.
Me ciño una camisa sobre otra
conforme mi estampa de injerto.
Me templo uno y otro escudo
según los recodos, desvaríos de mi origen.
Entre el Dios fulminante que todo lo vigila
y el Arche tekton que todo lo dispone
modelé un Dios con ambos desperdicios.
De nudo en nudo espero un golpe que hilvane los años.
La fiesta era en honor de un país inventado
por un huérfano triste de apellido Riquelme.
Yo daba vueltas a un pedal en el aire,
dibujaba en el polvo del viejo armario
los rayos de una rueda sin circunferencia.

La llegada del día era un estruendo de vidrios quebrados.
No merezco salir de la sala por “cabeza amarilla”.
En un rincón de la escuela estoy poniendo nombre a mis polluelos.
Afuera van a patearme por “cara pálida”.
En medio de la rueda clamo
porque alguien me quite la almohada de la cara
pero mi padre no atina con la llave,
no logra girar la manilla de la puerta.
Yo soplo una araña que cuelga desde el techo
a la altura de mis narices
para que yo respire despacio.



I I

A nadie entrego esta moneda que brilla con luz propia.
Con ella anduve por plazas de invierno sitiado
y hospitales de pan. Por nadie tiro mi último plomo
a no ser por esos dos que abandonaron el templo
para llegar hasta los pies
del monte que despedaza a los intrusos.

Quede el libro escrito boca abajo, sobre el lecho en la cellisca
donde el preceptor y la tejedora habrán de reencontrarse.

No hay soledad que dé abasto
ni inocencia suficiente.

(Me dicen desagradecido
pero los que dan gracias a la vida
terminan destapándose los sesos. Estoy a salvo).


I I I

Chile, fértil provincia, te merezco.
Valgo lo que tu estrella: un estigma en la frente.
Vamos a consolarnos entre cumbres y desiertos.
Vagaremos de ola en ola, de nube en nube lastimera.

Busco un asidero para verte de cerca.
Necesito charlar al lado de tu manta.

Un niño escarba oculto al fondo de la escuela
en busca de la estrella que cayó de su entrecejo.
Tiene miedo, llora, me estrecha, con los dientes y las uñas hecha añicos,
toma mi mano y la lleva hasta su herida.
Ya no tengo pesadillas. Sólo recuerdos que no caben en el cuerpo.
La patria es el sueño letal en que mi madre
perdió sus ocho hijos por culpa de octubre.
Creo en la silla que se mueve para dar espacio a un muerto;
en el humo del brasero, en las granadas que se abren enseñando el corazón
de uno que ha visto demasiado. Creo en la camisa blanca
que dejó tendida mi abuelo el emigrante
después de sacrificar un toro y beberse su sangre tibia,
alzar su trabuco y descargar en la bandada su ingenio de Burgos,
su furia de renegado con una carreta por todo tesoro.
Creo en el sombrero de mi abuelo, el otro, el funcionario
que dejó una copa servida en duermevela
a la salud de un pueblo sin acta de bautismo.

¿Quién dará nombre al territorio que cayó del meridiano
cuyas criaturas vagan, cosidas en el sexo y en la lengua?
Mi clase no se permite el lujo ni se permite la pobreza.
En medio del país, en medio de las clases
somos la resaca de viejos terremotos.

¿Quién más es consagrado a estos festines
de cadáveres en tenaz apareamiento?



I V


Chilenito que vienes al mundo,
te guarde Dios.


SEGUNDO Y TERCER PACTO


ii


El segundo vicio es otro pacto:
me dijo al sur,
tras el galope de la sílaba perdida,
otro ejercicio pulmonar, otro pentagrama.
Al sur del cuerpo,
allí donde duerme la serpiente de la tierra
su invierno de fuego privativo.
Me dijo vamos, el verbo de la creación,
suponiendo que hubo un verbo sin entonces.
Siameses divididos por heridas hondas y ondas
en el revés del mundo.
Me dijo salta ya,
el puente está tendido.
Y yo que no lo veía
arañé la ladera dejando en el molar de roca
jirones de piel con el color del deseo.
Demonio de alas robadas, ceguera del ángel
que me dio por pariente la hojarasca.
Me dijo el follaje, y yo que no veía
me aferré a la raíz -mi hermana- y palpé
leche tibia en la matriz de la fuente.
Al sur, sólo sigue el atavismo
de las huellas, sigue la aguja que vuela
y olvida al imán. Libaremos
miel negra. Me dijo
el primero en llegar puede olvidar al otro.
Y llegué tarde.



iii


Si hubiese un tercer plazo
renunciaría al nombre, cedería al abandono
del cuerpo que derramé en una ciudad
aún imaginaria
porque yo moraba en los márgenes de Laguna Redonda
entre otros lobos melancólicos
con un rostro varado entre los juncos
yo merodeaba el Puente Viejo
adicto a la luna como esa noche en que juré
no conformarme con menos que entrar entero en el último cuerpo
y llenar toda su memoria
desde adentro
y conocer sus mil olvidos, porque Babel era su nombre
o talvez nunca besé otra cosa que su herida.

Uno consiente el ultraje de los años
esperando ver tras una esquina
ese perfil que se hizo real en el vicio de los labios
pero ya zumba el vagón negro
antes de advertirse su silueta en la niebla
arrastrando los susurros que un edredón torturado ya conoce
porque el diablo ya no compra almas en subasta
-devuelve las almas y se deja los deseos-
y un miedo todavía dulce alienta inútiles conjuros
antes de la distancia capaz de confirmar
la belleza que fue eterna.

Y vuelvo a esas calles torpes bajo pasos insomnes
como a una cicatriz oculta
sólo conocida por aquéllos
que se ataron más allá del tacto y del principio.




TEOREMA RASGUÑADO EN UNA LÁPIDA



Juro que una saeta puede transformar la historia.
Por probarlo, pongamos el caso de que alguien llamado Federico
está al piano cuando vienen a buscarlo
para un fusilamiento que talvez desea: el suyo.
Después, alguien llamado Ramiro está en una plegaria
cuando llegan a buscarlo para su fusilamiento: otro.
Ambos son más viejos a diario en sus retratos
y sin embargo podrían probar que el amado de los Dioses muere joven.
Ambos tienen libertad: el piano, la plegaria.
Ambos escogen no tenerla: la plegaria, el piano.
Ese día irán del peine a la aceituna
en menesteres de esquelas que no serán enviadas,
habrán de respirar en la zozobra de la siesta y la quimera,
saldrá uno con Joaquim, con Rafael el otro,
la misma amistad en dos escenas: única charla.
Luego habrá un obituario en Granada y otro en Aravaca.
Uno tendrá la memoria bulliciosa
de un cascabel trasnochado en bulerías
o un ragtime vicioso. El otro
tendrá un silencio empedernido: otra memoria.
Habrá dos lápidas con un mismo año,
dos apellidos en una moneda: Maeztu, García.
Comodidad vesánica a contrapelo de las tareas diurnas,
un epitafio sólo es posible en el imperio de negarse: un deseo imperioso.
Un mensaje a la muerte es asfixia, brocal sin pozo, página que se lee por debajo
como el odio de dos enemigos que no se conocieron.
La muerte se lee en el espejo empavonado por un hálito al azar: el último;
recibe sus atributos eligiendo sus contrarios: injusta, cruel, insidiosa, absurda.
Y la moneda sigue girando en el aire
antes de caer con un veredicto que hermanará a dos muertos,
dos extraños atados por el odio.
Algo erótico ronda en los epitafios: afirmación retenida en el clímax,
instinto sometido por rabia o por placer
como el amante que se niega al abandono.
Yo por mi parte
a ratos inauguro mi propia secta de vivos y de muertos
rindiendo honor a los fundadores-de-cualquier-cosa
mientras no presuman de buena conciencia: la más sucia.
Sencillo e imposible: con banderas no se juega.
Un poeta, el más explotado de todos,
sólo puede aspirar al fuego cruzado de las consagraciones.
A mí me habrían fusilado gustosos los dos bandos
en 1936
y ni siquiera podría pedir mi engañifa predilecta
como inscripción para un sepulcro de dos caras.


MADRIGAL PARA UN OBSEQUIO

El muchacho de plástico arroja besos al aire
con un murmullo obstinado de recuerdo adictivo.
Sopla el cabello que le cubre los ojos,
se guiña en el espejo donde talvez es más bello,
se desliza de los bordes hacia adentro
hasta mudar sinuosamente de traje y de piel
abandonando su caracola herida.
Una pata de conejo es su placebo, talismán
frotado en la flor monoica y erecta, atavío
para el velo de seda deshecho al primer tacto
que recibe con una mueca escalofriada
y el bocio de Adán goteando nata dulce.
Al ritmo de su corazón de corcho lame
sus hombros de plástico, sus rodillas de muñeco obtuso,
su ombligo de labios tatuados, su entrepierna rasurada
y alterna rostros bobos con chasquidos de lengua.
Llega el día detrás de los visillos.
Olvidará los pesares de la noche
pero al volver la noche sobre su alas secretas
¿cómo olvidará los pesares del día? Con un juego felino
de siluetas en el muro, con un zumbido
de vuelo ebrio sobre el lecho, buscavida seductor
de mala muerte, como en un delito irresistible.
Desnudo de afanes y de historia, sin más razón
que el placer taimado de los dedos. ¿Qué sería del cuerpo
si el edredón no fuese un aliado silencioso?
Responderá con un beso cóncavo entre muslos,
fumando la flor sedante del deseo y el cansancio,
murmurando un nombre que duele en voz alta.



DEAD MAN

Para Felipe, esta desigual retribución


Algunos nacen en el dulce encanto;
algunos nacen en la noche eterna.

W. Blake
si recibes un nombre
y duermes en la furia
si duermes en el ruido
te agitará el silencio
te agitará la paz
si duermes en la sangre
si duermes en el fuego
si duermes en la muerte
te despertará la luz negra
te despertará la ceniza
sobre los ojos
sobre el rostro
te despertará el tatuaje
sobre la piel en blanco
si duermes en las visiones
te despertará la ceguera
como la danza de las nubes
cuando la corriente del suelo
te arrastraba sin moverse
y el tiempo te olvidaba
y te olvidaba el alba
y el dolor
para flotar en la noche
que habrá de despertarte
si duermes en el agua
si duermes en el viaje más largo
si has olvidado tu voz
y recibes un nombre

PIEDRA NEGRA. Presentación del autor, leído el 18 de diciembre en el Museo Vicuña Mackenna, evento de lanzamiento.

POR ESTA PIEDRA CONOCERÉIS TODAS LAS OTRAS

Leonidas Rubio

I

El plazo de la identidad


Tal vez este sea un acto fallido: un poeta es editado y presentado por poetas, y pronuncia estas palabras ante una audiencia integrada principalmente por poetas. Es decir, un monólogo, una tautología.

El libro cuyo ritual de vuelo inauguramos hoy comienza con el balance de un primer estadio publicado por esta misma firma editorial el año 1994. En mis archivos se llamó “Plazos de Emergencia”. Al momento de publicar castigué el sustantivo abstracto por pudor. Hablé de “Cuadernos”, que eso también es. Hoy retomo mi proyecto inicial desde una fórmula frondosamente inédita donde he vuelto a dar a aquellos cuadernos el cuerpo que siempre tuvieron: espacial y temporal: un plazo que emerge y un plazo que urge.

Esa colección de versos me enfrenta al hecho sintomático del primer balbuceo: así, Cuadernos de Emergencia vino a ser mi pecado original. Con una reproducción de "La muerte de Orfeo" en la contratapa, un grabado renacentista anónimo que hoy reponemos en esta Piedra Negra como un recuerdo de ese crimen atávico que todos hacemos posible a diario. Y con estas palabras de Cristian Cottet en la solapa: "Como un reflejo yuxtapuesto de situaciones, su poesía entra de lleno en el mundo de soledad, abandono y desesperanza que genera la sociedad donde habita el poeta." Y como suele ocurrir con todo primer libro, se ha convertido aquél en mi acta de bautismo, mi pozo de extracción, el ADN de mi poesía. Mi oficioso editor puso a cargo de la presentación del libro a Jorge Teillier, a quien no llegué a conocer en profundidad, ni menos aquella noche en que, huidizo poeta de los últimos refugios como sólo él era, antimoderno insobornable, decadente en su esplendor de fama sin fortuna, encubrió sus impresiones con travesuras y chismes humorísticos mientras los asistentes lo miraban como se haría con un profeta o una estrella de rock, cuestión que no le disgustaba. Pero eso no era asunto mío. Corría la década de los noventa, y yo aún era demasiado egoísta como para dejarme afectar por las pretensiones de nadie. Por entonces me proponía mi propia juglaría, y quisieron las múltiples inquisiciones de mis edades medias personales, que terminara viendo separarse la poesía del instrumento.

Pero mi aventura nómada empezó antes aún, a fines de la década de los ochenta. Desde mi natal San José de Buenavista de Curicó partí a Santiago y antes aún a Concepción, buscando no sé qué espejismo. El pasado, ya se ha dicho, es raíz y surtidor inagotable. Hay que tomar el pasado como a un cuerpo disecado sobre una mesa de disección e inquirir en él todos los cálculos posibles como haciéndose permanentemente la propia autopsia. Sólo así se entiende el presente si acaso este fuera posible como puente entre víspera y nostalgia. Yo me miro en el pasado como en un lago cenagoso. Le soy fiel como a una religión. De él intentaré extraer ahora, para ustedes, algunos signos que -ojalá no me equivoque- merezcan repetirse.


II

Ruido de taller


En 1990 vivo en un limbo. No conozco la prisa, y si mal no recuerdo, era dueño del mundo, yendo y viniendo por los pasillos del Conservatorio y del Departamento de Español de la Facultad de Lenguas de la Universidad de Concepción. Llego a saber de contubernios, alianzas, miserias y grandezas de aquellos hombres que han dedicado su vida a la ciencia literaria, llevando el nombre de su Academia más allá de nuestras fronteras. En marzo de ese año se llama a un concurso de poesía regional para seleccionar a 10 postulantes que formarán parte de un Taller impartido por Floridor Pérez al alero de la Universidad. El jurado está compuesto por los profesores Mauricio Ostria y María Nieves Alonso, además del propio Floridor, quien ese año es escritor en residencia, becario de la Fundación Andes. Reconozco a Floridor en un pasillo de la Universidad, me presento y le entrego personalmente unas hojas encuadernadas con mis poemas. Las hojea en mi presencia, celebra el verso ancho y la estrofa de versículos con margen interior, por "inusual entre los jóvenes". "Tiene algo de rokhiano", me dice, seguido de un "mereces estar", pronunciado con tono de perdonavidas. Vuelvo a casa bajo la persistente llovizna penquista sintiéndome una masa en expansión. Entre los integrantes de aquel taller recuerdo con especial detención a Janette Hueitra, estudiante de Química venida desde Chiloé, donde fue miembro de la última hornada de jóvenes poetas de Aumen, el taller fundado por Carlos Alberto Trujillo en 1975. Su poesía era contingente pero atenta a las sutilezas de la frágil condición humana. Ella decía preferir mi estilo mordaz y barroco de entonces. Nos admiramos mutuamente. Al siguiente verano ella volvió a Chiloé y no volvimos a vernos.

Estaba también allí Marcelo Rioseco, que se obligaba a la originalidad. Estudiante de Ingeniería y mayor que yo en varios años, le recuerdo con su aspecto vampirezco que él acentuaba con anchos abrigos de los que a veces sacaba un libro de De Rokha y lo arrojaba con estruendo sobre la mesa diciendo: "este es el remedio a todos los males". De escasa conversación, su turno en las lecturas de taller no era esperado con mucho entusiasmo. Nunca nadie podría haber imaginado que en 1994 este autor ganaría el codiciado premio Revista de Libros de El Mercurio con su libro "Ludovicos". Cuando leí trozos del libro en un escaparate, observé que así como en 1990 Rioseco aprendía a silabear en De Rokha, en esta oportunidad lo hacía parafraseando a un Huidobro de primera lección, de cuyo Altazor el Ludovicos era una triste caricatura. Pero bien dice don Gonzalo que los premios son "disipación y estruendo": hoy nadie recuerda el libro de Rioseco, como los de tantos otros flamantes ganadores de laureles de un día.

Y a propósito de Gonzalo Rojas, debo decir que recuerdo nítidamente a otra integrante de aquel taller de la Universidad de Concepción de 1990: Mafalda Villa. No la recuerdo por sus poemas, de los que a decir verdad jamás acusé recibo. La recuerdo porque ella da la medida de mi ruptura con el estilo rojiano y me abre de lleno a una disyuntiva vital: hasta dónde merece exhibirse la experiencia compartida e incorporar lo cotidiano como material literario cuando esto exhibe de paso la intimidad de una persona real. Me pone en definitiva frente a un problema ético. Pero también frente a un problema estético. El anecdotario es germen nutriente del género testimonial (como lo es este discurso sin ir más lejos) pero en poesía su conveniencia es más esquiva. La poesía está reservada para más altas intenciones que dar evidencia de la capacidad sexual en la edad senil, máximo cuando ponemos por testigo a alguien que no tendrá oportunidad de defenderse. Así las cosas, cuando leí en Río Turbio, de Gonzalo Rojas, líneas como esta: "Amé a una muchacha de vidrio / transparente y bestial este verano... /... el epicentro de su rotación / y traslación era el fornicio... / todo se hizo difícil, amaba a otro / y yo andaba en la edad de los patriarcas / intacta sin embargo la erección / aunque lisa y llanamente amaba a otro..." Luego en "Rock sinfónico": "Mafalda era la ciega", "me empujaba casi fuera de la cama", etcétera, pensé claramente que hay una edad para hacer obra y otra para esperar la Parca. Así el poema "Adiós a la concubina" dedicado a la altiva Mafalda, pasa a ser también un adiós a la magia. Y mi ex condiscípula en el taller de 1990, Universidad de Concepción, no habrá ingresado a las páginas de la poesía chilena por sus propios escritos sino por haber inspirado las páginas más mediocres de uno de los suyos, al que se acostumbra tener por maestro. Pero en honor a la verdad recuerdo no menos que aquel desaliño el otro portento de esos mismos años adolescentes, cuando la noche en que me tendí a leer "Del Relámpago" -a mis dieciocho- el cielo estaba aún estrellado y conforme yo leía de corrido hasta el amanecer las 311 páginas inmejorables, el viento del noreste, anunciador de aguaceros, que sopla desde el mar internando en Concepción el olor del puerto de Talcahuano, se fue colando por las rendijas de mi puerta, coincidiendo exactamente la última página con un trueno seco que sacudió mi casa en Laguna Redonda, justo allí donde dice "la realidad / detrás de la realidad / pero desde el relámpago". Cerré el libro como en estado de trance y apagué la luz. Los fotones eléctricos envolvían el cuarto cuando, aún con el regusto de los versos clarividentes, oí llegar el estridente diluvio sureño. Agradezco a Don Gonzalo ese milagro.

Mi relación con Floridor Pérez está marcada por una tensión de tutor mañoso a pupilo irreverente. En un ejemplar de su libro "Chilenas y Chilenos" me escribió la siguiente dedicatoria: "Apuesto a que este poeta se vencerá a sí mismo y triunfará". Aún no entiendo qué pudo querer decir y presumo que él tampoco. Cuando a mis 24 publiqué Cuadernos de emergencia me dijo con tono despiadado: "Menos mal que avisaste que era una emergencia". Yo le respondí: "No todos podemos estar condenados a Marte. (El año 1993 Floridor Pérez publica el libro "Memorias de un condenado a amarte"). Él rió con sorna, como lo haría el reverendo poeta popular que dicen que es. Pero le aprecié y no olvido que me honró con su hospitalidad: comí en su mesa. Por esos días el ocaso de los uniformes en el gobierno nos daba a los jóvenes el júbilo de lo diferente. Embriagados de entusiasmo llegamos a ser una variación poco feliz del Rey Midas: todo cuanto tocábamos se convertía en ídolo. Los nuevos héroes eran los candidatos que encendían a las muchedumbres con sus promesas de alegría. Los fusiles cambiaron de palacio, pero antes dejaron una vergüenza en la poesía: dieron a Eduardo Anguita el Premio Nacional de Literatura, utilizando mezquinamente a ese maestro. No hay mal que por bien no venga, es poco probable que en los años sucesivos Anguita hubiese alcanzado tal distinción. En cuanto a Don Floro reconozco no saber bien qué nos distanció. Un día me dijo: "Sabes cuando dejé de creer en ti? Cuando insististe en publicar ciertos poemas que ni a ti mismo te gustaban, para que no se perdiera el momento en que los hiciste y yo diría por porfiado..." Claro, tiene toda la razón. Y creo que sigo siendo ese porfiado. Sin embargo cuando obtuve la Beca de Creación Literaria del Fondo del Libro y la Lectura por la 7° región el año 2000, mi amigo el poeta Alfonso Sánchez le oyó decir con orgullo "¡A Leonidas yo lo descubrí el año '90!". De nuevo le doy la razón, pero exageraría si le soy agradecido por un hecho que en mucho modos, escapa a las voluntades.

El año 1991 obtengo el primer logro que consagra mi dedicación al oficio poético: 2° lugar en el concurso Letras del Sur, organizado por el departamento de Castellano de la Universidad del Bío Bío sede Chillán. El concurso recibió postulaciones desde la VII a la XII regiones. El jurado estuvo conformado por los poetas Jaime Quezada (entonces presidente nacional de la SECH), Sergio Hernández y el crítico Carlos Ibacache (presidente de la Sociedad Literaria Ñuble). El primer lugar, nunca sabré por qué feliz sincronía, lo obtuvo Cecilia Rubio (hoy doctora en Literatura Hispánica por la Universidad de Montreal) con la colección "Imágenes en Blanco y Negro". El tercer lugar fue para el ahora narrador Sergio Gómez, quien por razones fáciles de adivinar hizo correr el feo rumor de que yo era el autor de los poemas de mi hermana. Después de este evento el futuro autor de "Carlos Marx nos vemos en el cielo" abandonó la poesía. No es algo que se lamente, aunque recuerdo haber leído con admiración a fines de los ’80 un poema suyo de cinematográfico título: “Momentos en que deseo ser recio y fuerte como el impermeable de Hampry Bogart”, hoy inhallable.

En más de un sentido creo que ese taller de Concepción en 1990 fue la antesala del que pasaría a integrar al año siguiente, ya en Santiago. Recuerdo los preparativos y no puedo menos que sorprenderme de mi candidez provinciana, cuando creí estar ad portas de un cenáculo de elegidos. Para preparar mi material consigo una vieja máquina de escribir Olivetti a la que se le salta el carro cada 10 golpes y tiene la letra o quebrada, de manera que debo completarla en forma manual, a lápiz. Tras pocos días de cerrado el concurso recibo la llamada telefónica de Floridor quien me reprende "por la presentación poco profesional de mis papeles" a la vez que me confirma como seleccionado. Paso así a pertenecer a una élite que desde afuera se adula, se envidia y se chaquetea por no pocos: el grupo de jóvenes poetas becarios de la Fundación Neruda, "la fundición". Tengo entonces 21 años y todo me parece, como es natural a esa edad, una cuestión de vida o muerte. Pese a todo creo aún hoy que los talleres de poesía de la Fundación Neruda han nutrido el panorama de la poesía chilena contemporánea de manera singular. La historia de la poesía chilena de los años '90 en adelante no podría escribirse sin nosotros, mal que les pese a algunos. Pero vamos por parte, queda paño por cortar en esta vuelta.

Debe decirse que mi promoción del Taller de poesía de la Fundación Neruda, la de 1991 –aprovecho de hacer fe de erratas respecto de la información de la solapa de Piedra Negra, donde se dice que integro ese taller en 1990, error enteramente atribuible a mí, sin discusión- debe ser a todas luces una de las más estériles en la trayectoria de esa institución. No lo digo yo, sino los hechos y las duras cifras. Allí comparto la mesa con Cristian Gómez, en quien gané un compañero de ruta y un amigo hasta hoy. Mención aparte tiene la participación de las dos únicas mujeres del Taller de esa promoción, las poetas Isabel Larraín y Nadia Prado. Recuerdo a la primera siempre elocuente y culta con la cita a flor de labio y su caballo de batalla siempre listo: la crítica estructuralista. Su propuesta poética resultó insólita. No eran poemas suyos sino grafitis fotografiados de las paredes interiores y exteriores del Hospital Psiquiátrico de Santiago. Las oraciones cuyo soporte eran los muros hacían alusión a concepciones delirantes sobre Dios y la soledad, así como el ya conocido tópico de la locura, sus límites y su relación con el genio. En la sesión de taller dedicada a su análisis el proyecto nos parece pretencioso y rebuscado, cercano al arte postvanguardista propio de los años 60, falto de inspiración y riesgo creativo personal, aunque nadie le desconoció una esencia inquietante de arte germinal, pero distante de la poesía. Se le situaría, lo veo hoy casi 20 años después, más bien en los márgenes de la plástica. Ella defiende ardorosamente su proyecto afirmando que los juicios poco entusiastas de nuestra parte responden a una falta de capacidad para la comprensión del sentido de los textos-fotos-grafitis. Nadia Prado intenta apoyarla discretamente argumentando que dicho proyecto es provocativo y audaz, por consiguiente suscita miedo y eso lleva a la falta de una justa comprensión por nuestra parte. Es decir, si la autora nos llamó ignorantes, su aliada nos llamaba con toda elegancia, cobardes. Finalmente se da lo impredecible: luego de 6 meses de hacer uso de la beca y asistir regularmente a las sesiones del taller, la dupla cesa de asistir sin mediar explicaciones. No es sino hasta diciembre de ese año cuando se devela la incógnita. Mientras se realizaba la lectura pública de finalización del taller en el marco de la Feria del Libro realizada en la Estación Mapocho, Isabel Larraín acompañada de una obsecuente Nadia Prado interrumpe la lectura con estas palabras: “Este es otro lugar por donde no pasa la poesía”. Adicionalmente acusa de falta de rigor el método empleado para las sesiones de trabajo, agregando acusaciones de autoritarismo contra Jaime Quezada. Se desata una catarsis de iras y palabrotas de dimensiones babilónicas. Alguna silla cae, las causantes del embrollo se han ido y ya nadie tiene muy claro por qué se discute. El sabotaje cumplió su objetivo. No puedo dejar de agregar que siempre me ha sorprendido leer en las solapas de libros de estas dos autoras su condición de ex miembros del Taller de la Fundación Neruda, en circunstancia que ambas renunciaron y despreciaron ostentosamente dicho espacio.
¿Y sobre aquello qué más puedo yo decir? Desde luego nada. Yo he visto poco, yo apenas me he asomado a estas cofradías desde mi condición de invitado de piedra. Siempre miro desde afuera, nunca estoy sino de visita en todos lados. Es sabio no mirar aquello que sólo dará pie a murmuraciones. Al fin y al cabo Chile no es más que un gran conventillo donde se hace conveniente pasar rápido por el pasadizo e ingresar a la pieza de uno como quien se pone a salvo.


III

Los mayores

Y abandoné toda motivación gregaria. Hice mi propio saldo de las letras chilenas. Díaz Casanueva fue coherente con la necesidad de trance que mi voz iba teniendo. Vi una vez al autor de El Sol Ciego poco antes de su muerte en esos mismos años finiseculares. El lugar: el salón auditorio de la Universidad Católica. Los viejos consagrados se sucedieron con aire de prócer. Entonces fue el turno de don Humberto. Apareció vestido como para regar el jardín. En cierto modo lo hizo. Leyó algunos pasajes de El Blasfemo Coronado y de La Hija Vertiginosa. Poco faltó para que fuera abucheado. De entre la turba salían ecos en sordina y cobardes rechiflas sin rostro. La audiencia no pudo con los versículos tensos y metafísicos del gran maestro. Por lo demás la lectura pública no era habilidad que le interesara cultivar. Al llegar de su exilio había declarado desahuciados los recitales de poesía, apelando a las muestras de artes integradas, multidisciplinarias, ya a mediados de los ochenta. Otra razón para considerarle un visionario. Y por donde quiera que se vaya uno con Don Humberto se llega a Rosamel, qué duda cabe, y de vuelta a Anguita, y en el antes y el después de esa búsqueda ansiosa de parentescos, una lacerante pregunta: ¿cómo elegir las influencias?

En honor a la verdad nunca existió para mí un Huidobro. Lo que yo conozco es Altazor, autor de un personaje llamado Vicente. Y puse ese nombre entre los míos con un sabor culposo. Los todavía jóvenes poetas de los noventa pedíamos siempre un cuartel con un dejo a renegado, alternando entre unos y otros, impostando arengas como si estuviera pendiente la última batalla de un eterno Apocalipsis. Los noventa fueron los años del reciclaje rokhiano y con él fue renombrado tácitamente el panorama olvidado de las vanguardias, con todo su arrojo adánico escaso de lógica pero siempre ávido de sistematización falaz, de programa semi racionalista, de solipsismo y de entelequia. Me puse fuera. Y donde puse la vista sólo vi oportunos mitos. Hasta hoy hago a diario mi saldo y quiero ver poetas donde los demás han puesto esfinges, se los juro: en cuanto a Gabriela, quiero ver la poeta detrás de la mujer que tantos presentan como “modelo de vida” y que sólo veo una y otra vez negándose a sí misma, pasando al hijo por sobrino, pasando por secretaria a la amada, después de proclamar la maternidad y el amor como ejes de su palabra, huyendo de ambos principios, siempre escondiéndose. En cuanto a un Pablo, quiero ver al poeta detrás del megalómano, del ogro provinciano patriarcal y fóbico a toda diferencia, potencialmente exterminador y vociferante, coterráneo mío, nacido en Licantén, a pocos kilómetros de mi San José de Buenavista, hoy convertido en estatua de palo frente al ojo de la depredación química de los bosques, allí donde todos quienes lo exaltan me ametrallarían con gusto. Y en cuanto al otro Pablo, quiero ver al poeta detrás del Premio Stalin de la Paz, detrás del operador militante, detrás del ícono en todas las banderas de los que se consideran buenas conciencias y desdeñan entrar en los dominios aún demiúrgicos del adolescente de calle Maruri. Créanme, toco a sus puertas y siempre quedo afuera porque sólo voy detrás de poesía. No me interesan las máscaras. ¿Dónde encontraré a los míos? Me soplaron vientos contrarios y como susurro llegó a mi oído un nombre atormentado: Omar Cáceres. ¿Quién me lo dictó? El único que mantuvo latente ese nombre antes de la fiesta de las reediciones: me lo dictó Miguel Serrano, el paria, el gran hereje de nuestras letras, el aristócrata bizarro, siempre entre la hidalguía y la marginalidad, entre la genialidad y el delirio. ¿Necesito salvoconducto ahora o deberé firmar en alguna parte un certificado de buena conducta? No hace falta, poco o nada tengo que hacer también entre aquellas otras huestes. Ni los de allá ni los de acá podrán reír conmigo. Por ambos costados me cuelgan los más variados letreros en el cuello: anarquista, fachistoide, sabandija, rupturista, héroe, acartonado, oportunista, consecuente, patriarcal, marica… ¡Qué comedia de heterónimos podría alimentar mi modesta trayectoria hasta este libro! A menudo creo ser ese personaje que vagaba por los bosques en Dead Man, la iniciática película de Jim Jarmusch, ese indio expulsado de su tribu que llevaba por nombre “Nobody” y era conocido como “El que habla muy alto y no dice nada”, porque tal vez los otros hablan demasiado a ras de tierra, allí donde están a salvo en sus cómodas trincheras, devenidas ya en poltronas después de caer en desuso tras las guerras agotadas. Una vez se lo dije en una carta al autor de “Ni por mar ni por tierra”. Corría el año 1999 y me respondió diciendo: "…déjese guiar por su más profunda intuición y por la Poesía. Aquí nadie le puede ayudar, sino sólo usted mismo." ¿Qué otra cosa me queda sino seguir la estrella que para bien o mal me ha tocado?


IV

Maule propio

No necesito amar mi punto de origen para entender que su destino, el mío y el de nuestro país están imbricados. A los 3 años vi encenderse el cielo de Curicó cuando una acción paramilitar hizo estallar el gaseoducto de Teno, a mediados de 1973, ese año en que vi a las mujeres de mi casa quemando libros al fondo del patio. Fuego sobre fuego. Eran divertidas las grandes hogueras.

En los márgenes del río Maule tuve una experiencia mística, frente a una bandada de buitres que merodeaban un cordero muerto. Creo que el olor de la carne podrida me indujo alucinaciones y me hice adicto al aroma de la proteína descompuesta. En los márgenes del río Maule tuve el descubrimiento del cuerpo como un hallazgo milagroso, y aplaqué con sus aguas el ardor de mis primeros juegos eróticos compartidos con algún amigo, de esos que sólo se ven en vacaciones. Sí, puedo asegurarlo, no tengo sentido de pertenencia, pero sí punto de origen. No sé hacia donde deba ir ni me interesa, pero sé desde dónde he partido, qué agüeros, estigmas y atavismos habrán de perseguirme.

En una página de Cuadernos de Emergencia dejé escrito el nombre de dos guerrilleros que protagonizaron un hecho de sangre en la pre-cordillera frente a mi ciudad, en el caserío de Los Queñes. El entorno: los rápidos del río Teno y cruzando la arteria portentosa, la sierra y la voluptuosidad botánica. En un risco está la casa del germanista Otto Döor, poeta a su manera, que acaso habrá escuchado en las auroras queñinas el llamado de los ángeles de Rilke. Allí me perdí una noche sobre los 800 metros de altura y fui rescatado por lugareños, después de cruzar el Puente Cimbra rehaciendo la ruta de aquellos dos insurgentes, no por honor de sus banderas que no eran ni son las mías, sino por el convite trágico de la fatalidad, el aliento fúnebre que siempre llama más y más adentro de la boca del lobo. Esa noche cambió mi ritmo, el sentido de orientación y vibración de mi palabra. Para que la palabra se acere a veces es necesario un tratamiento de choque.

Hermanado por el Maule se me dio uno de mis mayores compañeros en la palabra, Enrique Villablanca. Lo vi quedarse de a poco sin interlocutores. Un día me dice: "Se está muriendo gente que no se había muerto nunca." Así tuvo él mismo su turno, demasiado a prisa, herido por las plagas que no perdonan, privándome de su luz tan pronto como alcancé a vislumbrarla. Enrique fue de otro tiempo. De un tiempo "simputarizado", en que para ir a Constitución (Nueva Bilbao como él la llamaba en feroz anacronismo) se iba en un tren de ramal que tardaba 4 horas. La vida lenta de la aldea de hace 30 años se quedó en su palabra grave y atónita frente a un mundo que dejó de ser el suyo. Por eso tuvo que llenar su casa con objetos terrestres, piedras y artesanías que le devolvieron un paisaje que se le escapaba. No pudo retenerlas sin embargo, ni nosotros lo merecimos por más tiempo. De él también es una parte de este libro.


V

Mi dominio, la muerte

¿Qué es la alquimia para el hombre, sino la búsqueda y el despertar de la Vida secretamente adormecida bajo la gruesa envoltura del ser y la ruda corteza de las cosas?

(Fulcanelli)

Dice Jaime Quezada que tener una hermosa infancia es un mal comienzo para la vida. Visto de ese modo mi vida tuvo un buen comienzo. Tener una familia numerosa significa tener muchos muertos y eso no es algo que un niño entienda fácilmente. Pero de la muerte cotidiana se abrió -como un libro capaz de leerse a sí mismo en voz alta-, la alquimia de mis voces y el color de mi vértigo.

Siendo niño vislumbré la magia a través de la alquimia natural que operan las estaciones de la tierra. Cada invierno me habría de ocurrir que un cuadro febril me obligaba a guardar cama durante semanas. Cuando esto ocurría en los meses de lluvia mi sensación en la convalecencia era la de estar a la espera de un acontecimiento prodigioso. Mientras reposaba en la máxima protección, la materia se iba transformando en extramuros para mostrar tras la acumulación de energías gaseosas el negro espesor de la putrefacción redentora. Muchas veces salí del lecho a hurtadillas con el fin de escrutar el secreto de la transformación terrestre, que me anticipaba la irrupción del impulso germinativo. La sensación era no distinta de la que habrá experimentado el artista químico al esperar la madurez de su mixtura mineral. Puedo dar fe del negro más bruno entre la negrura conocida: el tinte de la reducción, azul de tan oscuro. Y he visto el blanco níveo de los gusanos de la licuefacción, que fagocitan el humus en el compost bullente hasta devolverle la fertilidad. Todo ello me condicionó a albergar preferencias por el invierno fecundo, cultivo imprescindible para la promesa del Andrógino, ese prodigio guardado en el calor del vientre alterno, ese homúnculo, ese Hijo de Hombre. La espera de la incubación o la espera de la germinación fueron para mí un proceso místico. Sin ello jamás hubiera podido apropiarme ni una sola palabra. Los libros ocultistas fueron mi Biblia paralela, es cierto, pero no consiguieron hacerme menos ateo que la otra, por antitético defecto. Y de la alquimia sólo he podido aprender una cosa: el cuerpo es el único tesoro. En los juegos de minerales y fieras emblemáticas nunca he podido ver otra cosa que cuerpos. De eso está hecho este libro: cuerpos que se unen y cuerpos que se deshacen, cuerpos que se buscan y cuerpos que se expanden en su contacto, cuerpos que caen y descienden a la putrefacción y cuerpos que se iluminan en el clímax eléctrico del deseo. No tengo otra fuente de inspiración: ni la emoción ni la razón ni las intuiciones mágicas, sólo el cuerpo. Si al hablar de alquimia se hablaba de otra cosa, tal vez no entendí bien, pero prefiero quedarme con mi malentendido.

La pregunta resuena en mis sienes como un escopetazo: ¿Cómo escribir los episodios que marcan la experiencia al rojo vivo y educan más que cualquier academia? El estigma del “tonto solemne” es un fardo muy pesado. Mi palabra quiere reclamar su solemnidad. Quiere ser grave porque su causa es grave.

¿Quiénes han venido conmigo, a quiénes puedo reconocer al fin y al cabo en esta tribu invisible de la que yo mismo me he expulsado? Quiero creer que en este éxodo no declarado adivino las huellas en la arena de algunos que han dado sus libros como bengalas en la noche ancha y ajena, a costa de su propio encandilamiento: Cristián Gómez, Alfonso Sánchez, Vero Jiménez, Cristian Formoso, Alejandra del Río, Jorge Cid cuya Lavia larvaria me sacudió de asombro haciendo equilibrio en la orilla misma de la palabra, parado sobre la fisura de los géneros; Antonio Silva cuya Matria es el estado del ser que será siempre promesa. Adoro cada una de esas palabras suyas, y a todos ellos, casi siempre invisibles como yo, espectrales, definiéndonos a medias entre la sombra y el espejo. Parte de ellos también es este libro. Y de entre las sibilas, leo mi oráculo en Marina con devoción, Marina Arrate, conocedora de piedras duras de pulir, siempre auténtica, siempre instigadora de sentidos nuevos y a la vez vernáculos que me invaden y envuelven como un eco. Pero hay dos en quienes quisiera detenerme, porque sus nombres son rayas en el agua, de esas que no se ven pero que le dan curso sostenido a la corriente: primero, Cristian Cotett, no sólo porque es amigo leal y generoso como conozco pocos, sino porque en su poesía hay un oficio de testimonio que elude todo propagandismo y extrae su palabra desde la ternura lúcida, oficiosa pero cotidiana, desde la memoria desgarrada sin un ápice de resentimiento, con el ritmo y la consistencia ejemplar del que es ante todo poeta. Y el segundo, Américo Reyes, autor de un pequeño libro en esta misma editorial, del año 1995, pero presente desde mucho antes y para mucho después en la poesía chilena, porque es una suerte de pionero del homoerotismo en nuestras letras, mucho antes de que alguien importara el apelativo para llamar a esa corriente, mucho antes de que se pusiera de moda que cada crítico, cada esnob y ahora cada político astuto de este país tenga a la mano su “loca” para que le traiga buena suerte. Me hace sentido recordar una anécdota que cuenta este poeta, que fue cercano por años a la ahora casi mítica Stella Díaz Varín, la que en un primer encuentro personal, compartiendo entre dos una humilde cajita de vino barato, bailando ella en un improvisado estilo flamenco la canción La maza de Silvio Rodríguez, se le queda mirando de pronto y con ojos lacerantes le dice a Américo: “¿Vos soi’s maricón cierto?, ante cuya intimidada pero no menos afirmativa respuesta gestual del poeta curicano agregó ella, con magistral oxímorom que acaso sintetiza de manera inestimable toda la dignidad helénica al respecto, desde Ganímedes hasta Alejandro, desde Platón hasta el mismísimo Whitman, le espeta Stella Díaz, a boca de jarro, con su vozarrón ya legendario acompañado de un golpe seco en el pecho de Américo: “¡Hay que ser bien hombre para ser maricón!”. Que este libro sea también un homenaje a la persistencia y a la honestidad de estos amigos, poetas chilenos náufragos de todas las generaciones.


Y finalmente mi alerta inevitable. Quiero ser el aguafiestas de la pachorra lectora que hoy día evidencia su inhabilidad envolviéndose de marcas registradas que hacen el trabajo fácil administrando a la rápida las etiquetas al uso, conformándose en el silabeo monocorde de lo “queer” o “kischt” o “punk”, fatigadamente repetitivo, con la anuencia de una crítica semi ausente, que parece desinteresada en hacer honor a su propia inteligencia. Permítanme una apuesta nueva con este libro, la apuesta al caballo que corre para atrás, donde sí habitan los invisibles, los que no daremos tribuna para el voyeurismo de nuestras rarezas sin que al menos estén dispuestos a trabajar un referente nuevo, cambiar de catalejo para aguzar el ángulo: la reposición del signo, la salvación del símbolo, la restauración del tabú que conserva las historias vivas de la tribu allí donde se multiplican sus audacias a la par que se intensifican sus heridas, no donde se exhiben como fantasías o artificios o extravagancias de escaparate. Sólo así se hace negación. Se los digo yo, que soy una venerable puta de la belleza desde hace no menos de 20 años y tengo la soberbia de decir que en 1994 dejé escrita en una página y media, en un poema llamado Ellos no publican*, el itinerario de aquellos mordidos en el sexo y en la lengua que transitábamos las calles y las noches de un país hecho pedazos, y quedó dicho a favor de la poesía, quedó dicho el mismo afán que hoy día alguno ha intentado registrar en esfuerzo fallido con 2000 páginas de ripio, que pesan más o menos lo que pesa una corona. Reclamo al lector activo, capaz de penetrar en el discurso desde la potencia arrebatada del signo vivo pero a la vez reclamo al lector pasivo, capaz de dejarse envolver en ese abrazo germinante de la palabra para devolver la magia re-potenciada por su propio estremecimiento. ¡Que nazca de una buena vez para nuestra poesía, el lector moderno!

¿Cómo se hizo lo hecho? No puede ser obra de esta sola vida. Y lo que quede por hacer tampoco será producto de lo que pueda insuflar un sólo corazón. No espero tener longevidad. He vivido muy apretadamente como para eso, por no decir que con frecuencia creo haber vivido dos días en uno, o sea que al fin y al cabo, ya tengo cerca de ochenta años. Ya no partí demasiado joven. Para ello los Dioses tenían que amarme demasiado y yo estoy en deuda con ellos. Mi misión será entonces justificar cada segundo. Hasta saber que todo fue necesario.


Buenavista, 1 al 10, diciembre de 2009



*ELLOS NO PUBLICAN




En las noches con espuma salen estos lobos
Se deslizan por la soga
que sostiene al mundo se olfatean
se asedian por años bajo la suela de la piel
Solamente porque mueren están en crecimiento
y rotan en él trasladando sus bandadas
de un punto a otro de su cráneo planeta
Viven moscas del bien en latitud pómulos fríos
Ellos las llevan impidiendo que se peguen
las revuelven mutuas
como si fuera otra sangre que nos los deja de buscar
como si fuese un semen que se les ha oscurecido
ante el peligro de hacerlos reales entre amor y amor
exagerando lo visible en el vacío
por un círculo impreso en el cordón de la mirada

A ellos les buscan trabajo
estando vivos o muertos


Alimentarse por la bragueta los lleva
hasta los dientes

Tras los muros semimuros es lírica la vida
Tras el hemisferio blando de las ruinas
es líquida
la risa
Tras el trasero de poliuretano
es lírica es cívica la vida

Ellos viven donde empieza la semana
con un difícil minuto de aceite sincero
Sus palabras como su muerte huelen a mal dormir
pero los párpados sucios donde las apariciones
resbalan
cubren la pantalla hasta apagarnos a todos.



(De 1990, incluido en Cuadernos de Emergencia,
Mosquito Editores, 1994)